SESENTA HORAS (PUBLICADO EN EL BLOG DE XABIER ZABALETA EL 29-12-10

Guipúzcoa - 2011-02-02

La que encabezaba un cómico fue la lista más votada en las últimas elecciones a la alcaldía de Reykiavik, la capital de Islandia. Para aceptar un gobierno de coalición municipal con un grupo opositor, el futuro alcalde sólo puso una condición: que todos aquéllos que aspiraran a una concejalía deberían haber visto íntegramente, la serie de televisión “The Wire”, producida por HBO. Así lo hicieron y hoy participan del gobierno de Reykiavik.

A Barack Obama le preguntaron, en una de los miles de entrevistas que le hicieron en la campaña electoral que le llevaría a la presidencia de los Estados Unidos, por su personaje de ficción preferido y respondió que Little Omar, uno de los protagonistas de “The Wire”. Para quienes no hayan visto la serie: se trata de un negro armado de una enorme escopeta que roba a los narcotraficantes para su propio lucro; que ajusta cuentas a tiro limpio por las calles de la ciudad.

“The Wire” es el fenómeno televisivo de este siglo que pasó casi inadvertido en su emisión en las cadenas que se captan en territorio español. Una serie “de culto” a la que, aparentemente, sólo ha accedido una elite de usuarios de televisión y que sigue siendo prácticamente desconocida aunque cada vez se hable más de ella y sea referencia permanente en los escritores de moda. Y lo merece (que se hable, ser referencia) porque nunca un discurso hecho a través de las imágenes había propuesto tan débil e indefinida la línea que separa el bien del mal.

“The Wire” son cinco temporadas, 60 capítulos que componen el retrato más descarnado de una ciudad que puede imaginarse, una pasarela por la que desfilan el tráfico de la droga, el mercadeo sindical, el sistema educativo, la perversión en la lucha política, la falta de escrúpulos mediática… con una policía dividida entre el servicio a la comunidad y el servicio a los propios intereses como hilo conductor. Y en todo, sobre todo, desde la A hasta la Z, la corrupción, omnipresente, como amalgama.

Sucede en Baltimore, Maryland, ciudad que simboliza a la perfección la decadencia postindustrial norteamericana. Aquello es Baltimore, una ciudad que visité hace 40 años y para nada reconozco en las imágenes de la serie; pero podría ser cualquier otra, aunque Cristina, mi mujer, ya me ha advertido: “yo no voy a Baltimore ni loca”.

Llevo casi un mes en el dique seco al que me ha condenado una inoportuna lesión/enfermedad que me está haciendo sufrir bastante. Pero le he encontrado su lado positivo: ¿cómo, si no, iba a poder dedicar 60 horas a hacer una inmersión total, de principio a fin, en “The Wire”? La inevitable baja laboral, que no representa impedimento para ver televisión, ha hecho posible esta dedicación que, más allá de las 60 horas del buen cine que contiene la serie, ofrece unos muy estimables contenidos adicionales que también recomiendo.

Muchos cursos formativos requieren de menos de 60 horas lectivas. Pero en ninguno podrá aprenderse tanto como en “The Wire”, auténtica escuela de la vida. Me gustaría que el ejemplo del alcalde de Reykiavik cundiera y que cuantos nos administran, antes de recibir sus actas de diputados o concejales, se vieran comprometidos a ver toda la serie.

Y, desde luego, la haría materia obligatoria en todos los estudios que tengan que ver con las Humanidades.

La baja laboral tampoco ha representado inconveniente para dedicarle horas a la lectura (otra cosa bien distinta, por razones posturales, es la de escribir). Y han ido cayendo, sucesivamente, novedades editoriales, clásicos, autores castellanos, británicos y norteamericanos. Un poco de todo.

La última novela del admirado premio Nobel, “El sueño del celta” de Vargas Llosa, no me ha emocionado. Es una auténtica exhibición de técnica literaria, de oficio de escritor, pero le falta alma. Al premio Planeta, “Riña de gatos” de Eduardo Mendoza, le falta trabajo; es un folletín que se lee agradablemente, mejor en el comienzo que en el final. Pero en uno y otro caso ha sido inevitable la añoranza: de “Conversación en la catedral” en el caso del escritor peruano; de “La ciudad de los prodigios” en el autor catalán.

Ha habido alguna otra decepción, como en “Blanco nocturno”, la aclamada obra del argentino Ricardo Piglia. Pero también agradables sorpresas como el “Juliet, desnuda” de Nick Hornby y, sobre todo, la novela valiente del colombiano Héctor Abad, “El olvido que seremos” que desconocía a pesar de su hermoso título y cayó casualmente, de rebote, en mis manos.

La novela es pura emoción y creo que en estas fiestas está siendo objeto de regalo entre quienes de vez en cuando me preguntan por libros y atienden las recomendaciones que les doy. A mí me ha tocado el último Auster y con él estoy.

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